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Antiguo 06-06-2011, 12:09
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De un oscuro rincón de la memoria


Cuando le preguntaron a Ángela Vicario por Santiago Nasar, el hombre asesinado en la novela Crónica de una Muerte Anunciada, de Gabriel García Márquez, contestó, escueta:
-Fue mi autor.
Santiago Nasar, en el libro, es un blanco coqueto al que se tiene por causante de la deshonra de la Vicario, y los hermanos de ella, ardientes y vengativos, han jurado matarle a la primera ocasión.
He pensado a menudo en las palabras de Ángela Vicario, “fue mi autor”, recordando a C. Y en el poco espacio que cabe entre lo que es moralmente correcto y lo que no ha de ser más que un simple atropello.
C. se anunciaba en las páginas de empleo de un periódico de tirada digital. Y se ofrecía como camarera, recepcionista o dependienta; “de lo que salga, siempre que sea algo decente”, terminaba. Luego, debajo del texto, a lo grande, estaba la foto.
Era una chica bonita, de labios finos y bien perfilados y mirada profunda. Los pómulos, altos y pronunciados, le afilaban la cara sin afearla, pero en los ojos se intuía demasiado camino recorrido. Los hombros, del color del trigo tostado, se adivinaban suaves, sedosos, y el pecho parecía, en el mejor de los casos, artificial.
Fue un verano feliz, como el de la señora Forbes. Las calles de la ciudad se llenaban de gente que se bebía los días a tragos desde primera hora y todos se cruzaban apuestas y pronósticos sobre el papel que habría de representar la selección, la Roja, en la inminente cita futbolera de Sudáfrica.
Una tarde, herido por el mirar de C., que me observaba, invitándome, desde el fondo de la pantalla de un ordenador prestado, me decidía yo a ponerme en contacto con ella.
-¿Todavía buscas trabajo? –quise saber tras las presentaciones.
-Sí, todavía lo busco –se oyó la voz al otro lado.
El tono era dulce, levemente agudo. Me explicó la chica, que no podía ser otra que la de la fotografía, que se había divorciado recientemente, y que necesitaba conseguir un dinero extra para combatir el quebranto que le supuso quedarse sola y con un niño de pocos años.
-Él es toda mi vida –dijo-. Lo único que no me ha fallado nunca.
Hoy, casi doce meses después, no soy capaz de asegurar si, en algún momento, antes de mi llamada, tuvo C. la tentación de comerciar con su cuerpo, pero, fuera como fuese, tras escuchar la propuesta, que era la de compartir un rato de nuestro tiempo por una cantidad no muy notable, se lanzó en seguida.
-Sí, acepto. Por cien o por ciento veinte; lo que tú me puedas dar.
Una vez que intercambiamos los teléfonos, C. resolvió saltarse la condición de la cita previa y determinó que nos encontrásemos un viernes, de sobremesa, cerca de una estación ferroviaria; y la tarde elegida, a las tres y media en punto, estando yo en los aledaños del lugar, me avisó, amable, de que, porque el tráfico estaba imposible, se iba a retrasar.
-Voy vestida de india –suavizó antes de colgar, con dulzura-. Por si no sabes quién soy.
Caía entonces una lluvia feroz y, en la calle donde nos habíamos emplazado, la gente se apresuraba por cobijarse, sorprendidos por el aguacero torrencial a finales de junio. En el soportal del edificio del que a ambos nos habían hablado, junto a mí, dos chicas jóvenes, por separado, esperaban, mirándose de reojo, con desconfianza. En la acera de enfrente, al resguardo de la marquesina de un autobús de línea, un indigente pedía limosna, y dos adolescentes alborotadas cruzaron, veloces, chapaleando con las sandalias sobre los charcos de la calzada. Al cabo de diez minutos, al fin, escuché, detrás, la misma voz aguda y dulce.
-¿Nardo?
Era ella, con su pelo cobrizo y la falda de arapahoe. Tenía la sonrisa tímida, calzaba unas botas de ante de cuyos bordes colgaban flecos y las manos eran pequeñas y suaves. Me dio dos besos de compromiso y, por un instante, una sombra de pesadumbre le alteró la mirada.
-No estoy segura –susurró, apenas.
Se estableció entre nosotros una lucha apacible. Ella me confesaba que si se avenía no era más que por su hijo, al que le quería dar la sorpresa de unas vacaciones en el mar, y yo la trataba de convencer con frases sedantes de diablo viejo. Se mostró huidiza, esquiva; yo estuve firme e inconmovible. Y en el final, cuando ya lo daba todo por perdido, con un murmullo, C. se allanó con alguna reserva.
-Bueno; subo, si quieres. Pero nada más que porque no me siento cómoda charlando de esto en mitad de la calle.
No he disfrutado ni antes ni después con una persona tan elástica, tan etérea. Las piernas, ágiles y torneadas, bailaron para mí al principio, por romper el hielo, y pude ver, cuando ella se quitó la ropa, la espalda y el culo más apetecibles con los que me he enfrentado. Se movía con sigilo de felina, marcando cada paso con un ritmo maestro; deslizaba los dedos a lo largo de su cuerpo, muy despacio, al compás de una música que ella misma tarareaba y recogía su melena de tanto en tanto entregando su rostro de diosa virgen a mi observación exhaustiva de japonés plenipotenciario. Luego, prometiendo delicias olímpicas y placeres de todos los tamaños, entró en el baño de la habitación y, entornando la puerta con un movimiento leve de uno de sus pies, me pidió sólo un minuto.
Ha sido el pasado mes de marzo, más por curiosidad inapagable que por cualquier otra cosa, cuando, rastrando por los confines del espacio sideral el teléfono de C., anotado aún en mi cuaderno de pastas de hule de aquel verano, lo vi asociado a una imagen distorsionada en la que se podía apreciar, sin embargo, el pecho erguido y poderoso, el culo indomable, las piernas rocosas. Y estaba el teléfono entre las líneas que promocionaban a una chica que se definía divertida y cariñosa, sensible y guapa y con el encanto delicado de una mujer no profesional.
-Un masaje con relax manual son cincuenta euros –me explicaba al llamar para informarme-. Si quieres algo más íntimo te costará más.
No fue complicado imaginar a C. en el otro extremo, con sus insondables ojos castaños y el pelo rojo. Y no fue difícil tampoco regresar a la sobremesa de aquella tarde remota, sentir de nuevo el cuerpo tibio en la cama, los brazos abandonados sobre la almohada, o reproducir a través de los recuerdos los gemidos sofocados cuando ella estalló en mi boca, las palabras postreras de después, mientras la lluvia golpeaba con fuerza los cristales. La pregunta definitiva, no obstante, me trajo de vuelta a la realidad.
-¿Te doy la dirección, o qué?
No le dije a C. quién era yo. Y tampoco he acudido a compararla con la chica con la que compartí una hora de nuestro tiempo a finales de junio del año pasado. Quizá porque quiero seguir pensando en ella con el candor del que hacía gala al introducirse en este mundo, o porque no quiera solventar la disyuntiva sobre si aquello fue por mi parte un simple atropello o algo moralmente correcto, o afrontar su acusación si a ella se le ocurriese decirme, como dijo Ángela Vicario de Santiago Nasar, que fui su autor.
Pero recordaré siempre aquel viernes de comienzos de verano, cuando nos bebíamos los días a tragos y cruzábamos apuestas y pronósticos. Y los ojos de C., y su pecho maravilloso y su voz de niña buena y medrosa. Todavía la estoy oyendo.
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  #2  
Antiguo 10-06-2011, 00:28
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Aprendiz de Lumis de Primaria
 
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Chapeu!, bueno, buenísimo.

Estoy seguro que no es tu primer relato (ni mucho menos), ojalá no sea el último.

Enhorabuena, Caballero.
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memoria, oscuro, rincon


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