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Crónicas sensitivas


I.- La Cruz secreta
Con once años yo era más alta que todas mis amigas (el vestido de mi Primera Comunión lo hicieron a medida porque el largo generalizado se me quedaba en las rodillas), y con ellas me divertía sólo un rato corto saltando a la cuerda, haciendo líos de piernas en la goma pero pronto me aburría; a mí me gustaba jugar al ajedrez, hacer deberes, hojear libros de arte imaginando las épocas en las que todas aquellas obras se hicieron y escribir cuentos. De vez en cuando intentaba arrimarme al grupo de las mayores, que me parecían mucho más interesantes pero se burlaban de mí, haciéndome preguntas como si sabía qué era un condón – yo les dije que un pájaro de los Andes, según tenía entendido por una canción que había aprendido en clase de música - o la regla; en esto debí acertar más porque no hubo risas al contestar que “algo con lo que todas las mujeres tenemos que cumplir”, aunque lo deduje por el nombre, no por tener ni la más remota idea de qué era eso. En ese momento de no encontrar mi sitio estaba cuando llegó al camping, marco de la mayoría de mis recuerdos de infancia, la prima de una prima mía, alta, feucha, desgarbada y muy callada; no supe calcular su edad pero pensé que más bien encajaría en el grupo de las mayores. Una vez coincidimos fregando los platos y tras unos cuantos monosílabos suyos con la cabeza agachada, y unas cuantas bobadas mías para hacerla sonreír, conseguí que me hablara un poco y luego la acompañé a su parcela, que estaba de camino a la mía; cuando llegamos charlando y riéndonos, su madre, una señora con eterna cara de enfado y modales bruscos la gritó porque los platos no estaban bien limpios, lo que dijo que, seguramente, era porque habíamos estado haciendo el imbécil (escupió un poco al pronunciar con vehemencia el insulto) en vez de estar atentas a lo que debíamos y de un manotazo tiró el barreño al suelo y la mandó a fregar todo de nuevo; a mí me dio mucha pena y unas ganas enormes de gritarle a Doña Moño que eso no eran formas de tratarnos pero las lágrimas mal reprimidas de la prima de mi prima y su barbilla clavada en el pecho me hicieron pensar que lo mejor era no empeorar las cosas; seguí hasta mi cocina, dejé mis cacharros y corrí por otro camino que no me obligaba a pasar por la tienda de mi nueva amiga - decidí que lo era al ver lo mal que lo estaba pasando - para ayudarla a volver a fregar todo lo que había vuelto a ensuciar la persona que, desde aquel día, puso cara en mi mente a todas las brujas malas y madrastras de los cuentos.
Mi nueva amiga tenía muy poco tiempo libre, era una Cenicienta, y pasaba conmigo del que disponía; pero constantemente proponía hacer “otra cosa”, aunque al preguntarle, sólo decía “no lo se, algo” y era yo quien daba una nueva idea que tampoco acababa de entretenerla; así que supuse que se aburría conmigo por ser pequeña y la llevé a conocer al grupo de las mayores por dos motivos, para que ella hiciera amigas más de su edad y para hacerme la importante llevando a una “adulta” y ver si así me admitían por fin. Ella no quería, pero decidió confiar en mí y probar, aunque iba andando muy despacito y como encogida. Pero la cosa salió fatal porque cuando nos acercábamos al círculo cerrado – algún tiempo más tarde, las recordé así al ver un documental sobre cebras - la pecosa marimandona y repugnante que era la que siempre hacía los comentarios de los que las demás se reían, gritó: “Huuuy, mirad, es la Señorita Condón con su amiga La Rompetechos”; hasta ese momento yo no me había fijado en las enormes gafas de pasta que mi amiga llevaba y en un relámpago de ruindad y cobardía, aclaré que no era mi amiga, sólo prima de una prima . Eso hizo que su cabeza volviera a caer hacia el suelo, como si ya no pudiera luchar contra la gravedad, giró sobre sus talones y se fue dando grandes zancadas con sus largas piernas que medían el doble que el resto de su cuerpo y yo me quedé ahí en medio, mirando a un lado el grupo de las inasequibles, que seguían riendo y haciendo burla y al otro la figura que huía con torpes pero rápidos movimientos. Y ya no quise formar parte de aquel puñado de hermanastras odiosas – las hermanastras también eran todas malas en los cuentos – las lancé un corte de mangas y fui corriendo a ver si mi amiga ya de las de “de verdad de verdad” me perdonaba. La encontré llorando apoyada en un árbol y me senté a su lado, sin saber qué decir, con cara de circunstancia y cuando me miró, sólo se me ocurrió: “si a ti no te importa estar con la Señorita Condón, a mí no me importa estar con La Rompetechos” e hice una mueca que la hizo reír por primera vez a carcajadas y, aunque era estridente, no me importó porque ya éramos amigas, ya teníamos nuestro propio grupo. De repente se puso muy seria y me dijo: “Pero ahora sí que tenemos que jugar a una cosa que yo diga”; con tal de que me perdonara yo era capaz incluso de jugar con ella al “Churro, Mediamanga, Mangaentera”, que era el juego más absurdo y aburrido que yo conocía. Me llevó entonces a la chopera que era esa parte del río que sobrepasaba la frontera de la verja del camping y donde yo tenía prohibido ir sin un mayor; esto me frenó un poco, pero caí en que ella lo era, así que ya sólo por poder ir allí me pareció emocionante. Eligió un claro muy escondido, entre matorrales y zarzas, incómodo de pasar, no me paré a pensar entonces si ya había buscado el sitio antes. Entonces me hizo jurar por Dios que nunca le diría a nadie que habíamos ido allí y mucho menos en qué consistía nuestro juego, porque sino nuestros padres nos castigarían para siempre y a ella su madre incluso podría matarla. Lo dijo muy seria, apretándome muy fuerte las muñecas y yo la creí así que no juré por Dios, porque no se podía usar el nombre de Dios en vano, pero se lo juré por el Niño Jesús y por mi madre, que era lo que yo más quería. Aceptó entonces empezar el juego. Yo tenía que tumbarme boca arriba con los brazos en cruz y las piernas separadas, cerrar los ojos y aguantar todo el rato sin tener cosquillas; si me movía, perdía, si hablaba, perdía, si abría los ojos, perdía y si me reía, perdía. Nunca había oído ese juego, pregunté como se llamaba y tras unos segundos, me dijo con voz de confidencia y misterio: “La cruz secreta” y decidí probar, aunque estar tumbada sin hacer nada no me parecía muy divertido, pero no iba a hacerla enfadar dos veces el mismo día. Así que me tumbé, estiré los brazos, separé las piernas y respiré muy hondo dispuesta a aguantar todo el tiempo que hiciera falta. Durante un momento sólo notaba el aire en la cara, y se oían los pájaros y el río, por lo que era agradable, y estaba cómoda. Entonces sentí que me rozaban el pelo, me pareció que con un palo, ahí era fácil, en la cabeza no tengo cosquillas, bajó por la cara, cerca de las orejas y conseguí no pasar de una leve sonrisa porque ahí sí era “sitio de los de cosquillas”, pero podía aguantarlo, pero cuando llegó al cuello empecé a reírme sin poder contenerme, me dio mucha rabia: “jo, no vale, otra vez que ahora ya aguanto”. Me dijo que seguro que había sido culpa de hacerlo con el palo, que así era más difícil y que esa vez lo haría con las manos”. Inició el mismo recorrido, mi pelo, mi cara, rodeando los ojos, pasando un dedo por mis labios, pensé que tendría mucho calor porque respiraba fuerte como cuando acabas de correr, esta vez no pasó por la zona difícil del cuello, pasó a los hombros, hizo un círculo en cada uno de ellos, pasando de uno a otro siguiendo las clavículas y posó sus manos en mi pecho, aún sin desarrollar, pero ya con esa parte abultada alrededor de los pezones, que buscó y cogió entre dos de sus dedos; entonces dejé de sentir sus manos y frotó el palo contra mi sexo, primero en movimientos horizontales, de un muslo a otro, luego en vertical, haciendo coincidir el palo y su movimiento con la abertura. No sentí cosquillas, pero era una sensación muy rara, como de hormigueo, que hacía que oyera mis latidos más fuertes. Paró con el palo y metió su mano bajo mi pantalón, lo que hizo que abriera los ojos y me incorporara. “Has perdido, me toca, empieza por donde iba yo”; y se tumbó en la posición estipulada para el juego, yo froté el palo contra su entrepierna, arriba y abajo, tal como me dijo, aunque yo pensaba empezar por las axilas, que es donde todo el mundo sabe que es el “sitio de los de cosquillas” donde todo el mundo tiene todas juntas; pero era su juego, y yo seguía sin querer enfadarla. Fui moviendo la punta del palo despacito mientras me fijaba en su cara para ver dónde tenía que moverlo para hacer que se riera; entonces encontré un punto que le hizo cerrar más fuerte los ojos y dar un leve gemido hacia dentro y me centré en él, y aunque no conseguí ni una sonrisa, de repente dió una bocanada de aire como cuando sales del agua después de bucear un buen rato y movió todo el cuerpo: “Has perdido, has perdido, me toca, me toca”, pero cuando me tumbé, ya no quiso jugar más; mientras se levantaba dijo que su madre la estaría buscando e inició el regreso dando sus grandes zancadas, de manera que yo tenía que ir corriendo para poder seguirla. Llegó antes que yo al sitio donde nos separábamos para que Doña Moño no nos viera juntas y siguió su camino sin despedirse siquiera. Imaginé que se había molestado por haber perdido, en fin, pensé que quizá no era tan mayor como yo pensaba y sólo era más grande, como yo.
Desde ese día, sólo venía a buscarme para ir a jugar a La Cruz Secreta, hasta que un día - por ese entonces, yo ya aguantaba mucho más sin incorporarme, ni reírme, ni abrir los ojos, aunque no conseguía dejar de respirar mucho más rápido, pero eso no me hacía perder – intentó meter el palo en un lugar bajo mi pantalón y me hizo mucho daño, así que no quise jugar más. Entonces dejó de ir a buscarme. Y ya no la veía tampoco fregando, así que decidí ir a buscarla a la cueva de la Bruja, había que arriesgarse para ver si algo le había pasado a mi amiga. Puso una cara de sorpresa de las desagradables al verme y me hizo señas para irnos a un sitio un par parcelas más allá de la suya, cerca del punto donde nos separábamos para que no nos vieran juntas. Nos pusimos detrás de una tienda y le pregunté porqué ya no salía, me dijo que porque yo ya no quería jugar a nuestro juego y le dije que ya no me gustaba, que me hacía daño con el palo entre las piernas; entonces miró detrás de mí con verdadera cara de miedo y vimos aparecer a la Bruja, que, llamándola golfa (yo no sabía qué era eso, pero supuse que algo malo) la llevó tirando del pelo hasta su tienda, donde la metió a patadas, literalmente, y yo esa noche dormí mal imaginando que su madre iba a matar a mi amiga. Pero al día siguiente volví a verla, llevaba de la mano a su hermana pequeña, regordeta, con rizos, con pinta de menina de las de los cuadros que veía en mis libros y me dijo que tenía prohibido estar conmigo y que ya cada vez que saliera de la tienda tendría que hacerlo con su hermana, nunca sola. Así que nos despedimos hasta que la levantaran el castigo, cosa que no sucedió nunca, y me fui a jugar a Churro, Mediamanga, Mangaentera, porque ahora me daba un gustito agradable saltar encima y siempre me pedía “primer” para estar más tiempo notando el roce en “aquel sitio entre mis piernas”
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